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A vueltas con la legitimación de los jueces: de Sepúlveda (1076) a Milledgeville (1812)

por Javier Iglesia Aparicio
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Colaboración de Raúl César Cancio Fernández

Las turbulencias de toda índole que desde hace años afectan al escenario judicial español han provocado que, en los últimos tiempos, se cuestione incluso la forma de acceso a la carrera judicial, al considerarla muchos como inequitativa por no garantizar el vigente sistema la igualdad de oportunidades con independencia de la situación socioeconómica de los aspirantes, invocándose, entre otras panaceas legitimadoras, el sistema de selección de jueces norteamericano, que contrariamente a lo argüido por estas voces críticas, ni es unívoco ni responde a un mecanismo electoral puro. Pero es que, al margen de la incompleta invocación de los mecanismos de cooptación procedentes del régimen de commom law, lo cierto es que la elección popular de los jueces no lo inventaron los norteamericanos -Georgia, en el año 1812, fue el primer estado en elegir a los jueces por voto popular por un periodo de cuatro años-, ni mucho menos.

De hecho, puede decirse que esta alternativa «democrática» de acceso a la jurisdicción estaba ya presente en el siglo IX castellano. El noble Munio Núñez, cuando en la carta de población concedida a Brañosera (Brannia Ossaria) el 13 de octubre de 824 contempla el cobro del montático a los hombres que de otras villas vinieran con sus ganados o por interés de pastar los prados; la exención de la anubda y de la castellanía a sus pobladores; la sujeción fiscal a la infurción y, muy especialmente, la proscripción a todo hombre de contradecir al concejo de la villa en lo referente a los montes o límites descritos en la escritura, bajo apercibimiento de fianza previa al litigio, de tres libras de oro al fisco del conde, en realidad estaba institucionalizando de manera precaria y germinal, sin duda, la selección popular de jueces al socaire del reconocimiento de ciertos privilegios de autogobierno a los arcaicos concejos castellanos, facultándoles para elegir por sí mismos a sus autoridades, entre las que, el iudice, desde luego, era una figura esencial, no en vano, la naturaleza vicarial de la monarquía postvisigoda atribuía al rey dos encomiendas fundamentales: la protección de la Iglesia y el mantenimiento del orden y paz en la comunidad. En otras palabras, se enfatizaba la secularización de la Pax Dei, únicamente viable cuando se le reconocía y garantizaba ulpianamente a cada uno lo suyo, convirtiéndose la justicia en el instrumento designado para la consecución de los fines divinos por medio de la impartición de justicia. Así se explica el carácter eminentemente judicial que adquirió el poder real altomedieval, subordinándose inevitablemente la dimensión normativa del monarca.

Ahora bien, esa potestas iudicandi que de manera exclusiva se depositaba en las manos del rey, se diluye notablemente a raíz del fenómeno repoblador, en el que además de la cesión del dominio de tierras en favor de magnates, iglesias y cenobios, se concedían asimismo privilegios de inmunidad, que permitieron a los señores -laicos y eclesiásticos- adquirir prerrogativas de gobierno y de administración de justicia que, en realidad, se ejercían simultáneamente sobre los pobladores de sus tenencias que, sin quebrar la unidad jurisdiccional que residía en manos regias, permitió sin embargo la configuración de una jurisdicción señorial descentralizada de la real. A tal efecto, los señores designaban, igual que el monarca, delegados en sus tierras para desempeñar las funciones jurisdiccionales.

En cualquier caso, esta desconcentración jurisdiccional no puede entenderse sin ponderar la organización territorial en que se estructuró el primer núcleo de resistencia astur-leonés, articulada, en un principio, sobre el modelo condal o commissa y, ulteriormente, al ampliar el reino sus fronteras, mediante las mandationes encomendadas también ad imperandum a magnates que recibieron el nombre de imperantes y, posteriormente, potestates. Los condados, a su vez, y a partir de la segunda mitad del siglo X, se racimaron en una institución axial de la Castilla condal como fue el alfoz, gobernado por el delegado del comes -generalmente un villicus o maiorinus, auxiliado por un sagius-, apoderado de la autoridad condal en el distrito para el gobierno, justicia, defensa y percepción de rentas y tributos.

Pues bien, al amparo de este esquema jurídico-territorial, la administración de justicia local se fue desarrollando al ritmo de la evolución del foralismo urbano privilegiado que, como vimos, se inició en Brañosera, adquiriendo fama (no completamente acreditada) en tiempos del conde Sancho García con los fueros apócrifos de Cervatos o Peñafiel y las inmunidades con respecto a la actuación del sayón condal en Nave de Albura, Berbeja, Barrio y San Zadornil. Al amparo de ese foralismo extremeño surge el concillium o asamblea como manifestación rudimentaria de la organización local que, si bien en su origen sólo trataba cuestiones de naturaleza económica, con el tiempo fue arrogándose de atribuciones gubernativas y jurisdiccionales.

El paradigma de esta autonomía jurisdiccional lo encontramos en el Fuero de Sepúlveda (1079), cuyos privilegios otorgados datan del conde Fernán González, y en el que se contemplaba la designación del iudex de la villa, elegido anualmente por las collaciones o distritos parroquiales [et iudex (sit de uilla et a)nnal et per las collationes]. De esta forma, en aquella Castilla inmediatamente postcondal, al frente de los embrionarios concilliums se encontraba el dominus villae que gobernaba sub potestatis regis, ejerciendo de manera vicaria la autoridad regia en todos sus ámbitos, incluido el jurisdiccional, pudiendo nombrar a su vez delegados suyos en las tierras de su jurisdicción, normalmente los citados mairorinus o saiones.

Mayor especialización concurría en la figura del iudex, elegido también anualmente por los collationes, quien ejercía la máxima autoridad política y judicial del concejo, haciéndose depositario de fianzas y caloñas; dando derecho a los que ante él se querellaren y juzgando «a su puerta» a todos los que en plazo comparecieran.
En la Extremadura leonesa, los alcaldes y los iusticias, asimismo renovados anualmente, administraban justicia junto al iudex, conociendo de «forcias, uirtos, soberuias, ladrtones, traydores, aleuosos y todo mal…» No obstante, cuando se trataba de querellas con hombres de abadengo o señorío, ya fuere por muerte o por deshonra, se debía acudir a los alcaldes del rey.

Para terminar con el repaso por este «funcionariado» jurisdiccional castellano y popularmente elegible, ha de citarse a los fieles pesquisidores, que aparecen en algunos fueros como el de Soria, como auxiliares de los alcaldes con la función de inquerir o pesquerir en delitos de muertes, violaciones, incendios, robos y demandas de un valor superior a diez mencales.

Un sistema de acceso a la función jurisdiccional que, sin embargo, sufrió un paulatino pero imparable proceso regresivo, que culminó en el siglo XIII con el reinado de Alfonso X, heraldo de la unificación jurídica iniciada por su padre en los reinos meridionales y que completó El Sabio con la homogeneización normativa llevada a cabo con el Fuero Juzgo y, particularmente en Castilla, merced al Fuero Real, que derogó el sistema de albedrío y fazañas condal, ratificando la tendencia uniformadora del sistema jurídico al consagrar la preeminencia de la jurisdicción real con la reserva regia de la designación de los alcaldes locales, con lo se vaciaban de contenido los privilegios de autogobierno de los concejos, privados ahora de la posibilidad de designar a sus propios jueces. De esta manera el intervencionismo real en la administración de justicia llegaba hasta sus últimas consecuencias, provocando el malestar de las ciudades forales afectadas, lo que desembocó en la gran revuelta nobiliaria urdida en Lerma en el año 1271.

En suma, el argumento de que la elección popular de los jueces refuerza su legitimación en democracia, resulta equivocada por insuficiente y, como acabamos de ver, en absoluto original. Junto al sufragio judicial, existe otro proveedor de legitimación en un Estado constitucional mucho más poderoso: la ley, como sagazmente advirtió Alfonso X hace casi diez siglos. Los jueces están únicamente sometidos a la ley elaborada por el parlamento, que es por definición expresión de la voluntad popular. En la estricta sujeción a la ley encuentran los jueces su legitimación democrática, una legitimación que no es de origen, pero sí de ejercicio, pues al aplicar la ley no hacen sino aplicar la voluntad democrática de los ciudadanos. Por eso, es la sujeción a la ley y la exigencia de utilizar un razonamiento tipo que excluya cualquier criterio personal en su aplicación lo que garantiza la legitimidad de sus decisiones y las hace vinculantes en democracia.

El Autor

RAÚL C. CANCIO FERNÁNDEZ (Madrid, 1970). Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Doctor por la Universidad Rey Juan Carlos. Miembro por oposición del Cuerpo Superior Jurídico de Letrados de la Administración de Justicia, desde el año 2003 está adscrito al Gabinete Técnico del Tribunal Supremo como Letrado del mismo, destino que compatibiliza con las funciones de analista en el Equipo de Análisis Jurisprudencial del CGPJ, Relator de jurisprudencia en la delegación española de la Asociación de Consejos de Estado y Jurisdicciones Supremas Administrativas de la Unión Europea y Observador Independiente del European Law Institute.

En julio de 2013 fue nombrado Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Miembro del Consejo de Redacción de la Revista Aranzadi Editorial, del panel de expertos de la Cátedra Paz, Seguridad y Defensa de la Universidad de Zaragoza y del portal divulgativo queaprendemoshoy.com, cuenta con una docena de libros editados como autor único, más veinte colectivos, y más de trescientos artículos publicados en revistas especializadas.

En cuanto a su labor docente, imparte anualmente el Practicum de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Carlos III, es Profesor Tutor del Máster de acceso a la Abogacía de la UNED, siendo ponente habitual en cursos y conferencias desarrolladas en el marco del Centro de Estudios Jurídicos de la Administración de Justicia.

Ha publicado también en este sitio web los artículos La behetría como negocio jurídico sinalagmático, El negocio jurídico diplomado y su relevancia en la historiografía condal, El siglo XII castellano: se cierra el círculo jurídico y Derecho fronterizo condal y crisis demográfica o cuando está ya todo inventado.

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