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Los mengues o ujanos

por Javier Iglesia Aparicio
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Mengues o ujanos

En algunas zonas de la actual Cantabria existe un tipo de duende familiar con un comportamiento similar a los enemiguillos aunque con alguna particularidad. Se trata de los mengues o ujanos.

Los mengues tiene forma de gusano o, más acertadamente, de luciérnaga; y es que a la luciérnaga europea (Lampyris noctiluca) se le conoce en algunas zonas de Cantabria como ujano o candil de bruja. Deben ser recogidos mediante un ritual realizado entre helechos de lo alto de los montes y durante la medianoche en un día con luna llena. Y se guardan en un alfiletero o en un bote de donde es mejor no sacarlos.

Dice la tradición popular que los mengues provocan enfermedades nerviosas y que, una vez capturados por una persona, esta pasaba a ser su dueño pudiendo hacer con ellos las más inimaginables tareas. Por ejemplo, hacerles ver cualquier cosa que se le ocurra, que les parecerá real.

Solo había un amuleto capaz de anular su acción: la rézpede de culiebra o réspede de culebra, un amuleto hecho con la lengua de la culebra que se llevaba en una bolsita de cuero.

Si en alguna casa se dedican a mover cosas o hacerlas desaparecer, lo único que se pueden hacer es enseñarles el cuerno hueco de un toro y amenazarles con meterlos dentro. Así cesarán sus travesuras de modo inmediato.

Por otro lado, era preciso alimentarlos con al menos dos libras de carne y, si esto no ocurría, los mengues podían almorzarse a su propio dueño.

Representación de un mengue
Representación de un mengue (Tomado del blog El rincón del Trenti)

Una historia sobre mengues en “Tipos y Paisajes” de José María de Pereda

El escritor José María de Pereda en su obra Tipos y Paisajes (1871) nos ha dejado un relato donde participan los mengues que parecen estar al servicio de un mago llamado Almiñaque. Según él ocurrió en la romería del Carmen en la localidad de Revilla de Camargo.

Bastante más digno de consideración es el episodio que hizo desternillarse de risa a don Anacleto y a su familia cuando se retiraban en busca del carro para volverse a casa; episodio que voy a referir yo con todos sus pormenores, no porque espere que a ustedes le haga la misma gracia que a aquellos señores, sino porque omitirle sería lo mismo que robar al Carmen de entonces una de las galas con que más se honraba la célebre romería.

Entre un corrillo de aldeanos se hallaba subido encima de una mesa un hombre alto, delgado, rubio, con las puntas de su largo bigote caídas a la chinesca. Este hombre estaba en pelo, en mangas de camisa, sin chaleco ni corbata, y vestía de medio abajo un ligero pantalón de lienzo, mal sujeto a la cintura.

-Ea, muchachos -decía gesticulando como un energúmeno-; llegó la ocasión en que se van a ver aquí cosas tremendas. Yo, por la gracia de aquél que resuella debajo de siete estados de tierra y de donde vienen por línea recta todas las poligamias de la preposición y los círculos viciosos del raquis y el peroné, Micifuz, Juan Callejo y la Sandalia; yo, digo, pudiera dejaros ahora mismo en cueros vivos si me diera la gana, sólo con echar un rezo que yo sé; pero no tembléis, que no lo haré porque no se resienta la moral y todo el aquel de la jerigonza pirotécnica del espolique encefálico: me contentaré por hoy, gandules y marimachos, con algunos excesos híspidos que os dejarán estúpidos y contrahechos de pura satisfacción y congruencia.

A la cual parrafada se quedó el auditorio como aquel que ve visiones, no tanto por lo que le marearon los conceptos, cuanto por la boca que los escupía; porque aquel hombre era el pasmo de los aldeanos montañeses, tan conocido en las romerías como sus santuarios mismos. Concurría a todas, y no se presentaba en dos de ellas del mismo modo y como la demás gente. Aparecía por el camino más desusado, ya cabalgando al revés sobre una burra, ya a lomos de un novillo; ora vestido de muerte en cueros, ora con tres brazos o dos cabezas.

Se le conocía igualmente en Santander, de donde era y donde se le veía de continuo tan pronto vestido con elegancia y paseando con los más elegantes, como bailando en Cajo al uso de la tierra con las aldeanas de Peñacastillo. Era hasta pueril en su tenacidad para chasquear a los sencillos campesinos que llegaban a la capital; y tan benéfico al mismo tiempo, que muchas veces terminaba una broma dando de comer al embromado, o vistiéndole, o socorriéndole con dinero si lo necesitaba. Conservó su carácter alegre aprueba de adversidades hasta el último instante de su vida, que se extinguió muy poco tiempo ha.

Este hombre, en fin, cuya memoria me complazco en evocar aquí, porque cuento que con ello no la ofendo, pues si no no la evocara, era Almiñaque.

Pasmados, repito, escucharon los aldeanos el discurso que éste les espetó como introducción a las maravillas que se proponía hacer.

-Aquí tenemos tres perojos -continuó Almiñaque sacándolos del bolsillo del pantalón-, y voy a hacérselos comer por el cogote al primero que se presente.

En esto se le acercó un peine, que así era parte del inocente público, como chino. Almiñaque le aceptó como si le viera entonces por primera vez, le hizo subir a su lado, enseñó al público uno de los tres perojos, púsole sobre el cogote del recién llegado, hizo luego como que le apretaba con la mano, y retirándola en seguida dijo a aquél:

-Abre la boca.

Y el hombre la abrió, dejando ver en ella un perojo que se apresuró a comer.

La concurrencia prorrumpió en una tempestad de admiraciones.

-Pero ¿cómo mil diaños será esto? -decía una pobre mujer aldeana a un su convecino.

-Pues esto -replicó dándose importancia el aldeano-, tien too el aquel en los mengues que lleva Almiñaque en un anfilitero.

-¿Y qué son los mengues?

-Pus aticuenta que a manera de ujanos: unos ujanos que se cogen debajo de los jalechos en lo alto de un monte, a mea-noche, cuando haiga güena luna. Y paece ser que a estos ujanos hay que darles dos libras de carne toos los días, sopena de que coman al que los tiene, porque resulta que estos ujanos son los enemigos malos.

-¡Jesús y el Señor nos valgan!

-Con estos mengues se puen hacer los imposibles que se quieran, menos delante del que tenga rézpede de culiebra; porque paece ser que con éste no tienen ellos poder.

-De modo y manera es -dijo pasmada la aldeana-, que si ese hombre quiere ahora mismo mil onzas, enseguida se le van al bolsillo.

-Te diré: lo que icen que pasa es que con los mengues se beldan los ojos a los demás y se les hace ver lo que no hay. Y contaréte al auto de esto lo que le pasó en Vitoria a Roque el mi hijo que, como sabes, venu la semana pasá de servir al rey. Iba un día a la comedia onde estaba un comediante hiciendo de estas demoniuras, y va y dícele un compañero: «Roque, si vas a la comedia y quieres ver la cosa en toa regla, échate esto en la faldriquera». Y va y le da un papelucu. Va Roque y le abre, y va y encuentra engüelto en el papel un rézpede de culiebra. Pos, amiga de Dios, que le quiero, que no le quiero, guarda el papelucu y vase a la comedia, que diz que estaba cuajá de señorío prencipal. Y évate que sale un gallo andando, andando por la comedia, y da en decir a la gente que el gallo llevaba una viga en la boca. «¡Cómo que viga!» diz el mi hijo, muy arrecio; «si lo que lleva el gallo en el pico es una paja». Amiga, óyelo el comediante, manda a buscar al mi hijo, y le ice estas palabras- «Melitar, usté tien rézpede, y yo le doy a usté too el dinero que quiera porque se marche de aquí». Y, amiga de Dios, dempués de muchas güeltas y pedriques, se ajustaron en dos reales y medio y se golvió el mi muchacho al cuartel. Con que ¿te paez que la cosa tien que ver?

Mientras éstos y otros comentarios se hacían entre los sencillos espectadores, Almiñaque siguió obrando prodigios como los del perojo. De todos ellos sólo citaré el último. Tomó entre sus manos una manzana muy gorda, levantóla en alto y dijo:

-¿Veis este conejo?

-Hombre, así de pronto paez una manzana -murmuraban en el corro-; pero, mirándola bien, no deja de darse un aire…

-¿Veis este conejo, gaznápiros?

-¡Sí! -contestaron todos a coro, con la mayor fe, pues la influencia que en sus ánimos ejercía Almiñaque era capaz de obligarles a confesar, si éste se empeñaba, que andaban en cuatro pies.

Pues bueno… pero veo que algunos dudan todavía. ¡Eh, paisano! -añadió Almiñaque dirigiéndose a un sujeto que pasaba cerca del corro, como por casualidad- ¿Qué es esto que yo tengo en la mano?

-Un conejo de Indias -respondió el interpelado, siguiendo muy serio su camino.

-Ya lo habéis oído. Pues bueno: este conejo se va a convertir en un becerro de dos años y medio, que voy a regalar al que me ayude en la suerte.

En seguida salieron al frente varias personas. Escogió Almiñaque entre ellas a un mocetón como un trinquete, y le dijo:

-Túmbate en el suelo, boca abajo.

El mozo obedeció.

-Más pegado al suelo, más: mete bien los morros en la yerba: así. Ahora berra todo lo que puedas hasta que el becerro te conteste… ¡Vamos, hombre!… ¡Ajajá!… Otra vez… ¡Más fuerte!… Bueno. Ustedes, todos, miren hacia el Oriente, que está allí, y levanten los brazos al cielo, porque el becerro va a venir por Occidente. Muy bien: así vamos a estar dos minutos; yo avisaré.

Y cuando Almiñaque tuvo el cuadro a su gusto, y cuando estaba berrando a más y mejor y sorbiendo polvo el mocetón, escapóse de puntillas y se escondió entre la gente de otro corro inmediato para reír la broma con sus camaradas.

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