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Los buenos y los malos fueros castellanos.   Del Conde Sancho García al Rey Fernando II de Aragón

por Javier Iglesia Aparicio
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Los buenos y los malos fueros castellanos.   Del Conde Sancho García al Rey Fernando II de Aragón

Colaboración de Raúl César Cancio Fernández

Lo coincidencia temporal de la Fitna de al-Ándalus (1009-1031) con el ejercicio del poder condal castellano en manos de Sancho García (995-1017), quien intervino activamente en favor de los bereberes de Sulaiman al-Munstain en su rebelión contra al-Mahdi, y que a la postre desembocó en la desintegración del califato de Córdoba y el surgimiento de poderes locales -taifas- independientes por todo al-Ándalus, supuso en la práctica para el primogénito de Garci Fernández y Ava de Ribagorza la desaparición de la amenaza cordobesa sobre la extremadura del Duero. Una circunstancia que permitió al conde milenario reorganizar con cierta calma el espacio fronterizo, lo que le valió el injustificado apelativo de el de los Buenos Fueros, pues en verdad, no hay constancia fehaciente de esa benéfica labor foral en las comunidades fronterizas, más allá de algunos textos apócrifos como los de Peñafiel (942) o Cervatos (999).

Sin embargo, junto a esa bondad estatutaria nunca acreditada, han quedado documentadas, por el contrario, una serie de previsiones protolegislativas que sí podemos catalogarlas como «malos fueros», es decir, como ese tipo de costumbres feudales, singularmente prestacionales e incardinables en las rentas jurisdiccionales, en contraposición de las de carácter solariego, a las que estaban sometidos los campesinos para con su señor al hallarse compelidos mediante vínculos individuales de vasallaje con aquel.

Estos «malos usos» se denominaban así por la pesada carga que los campesinos se veían obligados a soportar, sujetos no sólo a las arbitrariedades coercitivas del régimen señorial de índole económica, sino también de naturaleza personal, todo ello justificado y amparado legalmente al socaire del ius maletractandi de origen carolingio, que se arraigó vigorosamente en los condados pirenaicos procedentes de la Marca Hispánica del soberano franco, en figuras como la intestia, prestación señorial por la que el payés daba participación al señor en el caudal que quedase a la muerte del primero si no hizo testamento; la exorquía, institución que se aplicaba cuando un payés fallecía sin descendencia, correspondiendo al señor una parte de sus bienes equivalente a la legítima correspondiente si hubiere tenido hijos; la cugucia, multa pecuniaria a la que venía obligado el campesinofrente al señor cuando la esposa del primero cometía adulterio, calculándose el importe mediante la división por mitad de los bienes de ella, que se repartían entre el marido y el señor. En caso de consentimiento del esposo se adjudicaba la totalidad de los bienes al señor, y si se llegaba a tal situación por coacción del varón, era causa de disolución del matrimonio, reconociéndose a la cónyuge el derecho a mantener sus bienes propios y el esponsalicio. Un gravamen que cristalizó en el rico refranero español con el clásico cornos sinquo soldos o «tras cornudo, apaleado»; la firma de Spoli, o cantidad que el señor obtenía del campesino cuando éste, para asegurar la percepción de la dote matrimonial a su mujer, ofrecía como garantía una hipoteca sobre las tierras percibidas por el señor, configurándose como una condición indispensable para celebrar los matrimonios o, finalmente, la remença, por la que los campesinos no sólo se vinculaban con la tierra que trabajaban, sino que cedían asimismo su libertad individual al señor, que únicamente podrían revertir si abonaban la citada remença, cuyo importe, además, el señor la decidía según su voluntad.

La existencia de mala privilegia de este tenor en la Castilla condal y durante los primeros años de monarquía Jimena, es mucho más difusa e inaprehensible, en primer lugar, por la ausencia de disposiciones positivizadas a diferencia de lo acaecido en los condados catalanes, encontrándose sujetas estas malas praxis castellanas más a la tradición oral y al derecho consuetudinario que a la legislación escrita. En segundo término, por la propia política repobladora castellana, necesitada de colonos procedentes de otras zonas peninsulares que, naturalmente, no lo harían a una tierra donde se aplicaran fueros acentuadamente restrictivos de la libertad y la hacienda de estos repobladores.

Con todo, también hubo en Castilla prestaciones aplicadas a campesinos y colonos privados de plena libertad jurídica como fueron la adscripción del labriego a la tierra, proscribiéndole a él y a su familia que la abandonara sin permiso del señor, sujeción que adquiere así una dimensión política, además de económica, en tanto que expresa la indisolubilidad de la adhesión, entrega o fidelidad del campesino al magnate. No obstante, y a diferencia del escenario catalán, los Decreta leoneses ya reconocieron a los llamados iuniores la posibilidad de redimir esa adscripción a cambio de un precio pactado, lo cual se comprende atendiendo a las motivaciones para la liberalización de la tierra en aquel periodo, a saber, la necesidad real de hombres para la expansión territorial del reino, para proveer al proyecto de reconquista y de repoblación. Ello explicaría el precoz reconocimiento de libertad personal a los labriegos leoneses con los Decretos de León, cuando los reyes estarían empezando a vislumbrar una cantidad casi ilimitada de tierras que repoblar, y estando además entonces vigente la idea imperial leonesa, con la que recuperar el liderazgo perdido entre el resto de reinos cristianos. Y también revelaría la consolidación de los malos fueros en los condados catalanes cuando la repoblación allá dejó de ser una prioridad. Por más que el territorio catalán siguiera creciendo hacia el sur, las circunstancias geográficas eran muy distintas de las vigentes en León y Castilla, estando mucho más definidas las fronteras. Al norte, por los carolingios, al este, por el mar, y al sur y al oeste por unas zonas agrícolas con una población musulmana muy asentada que hacía muy difícil su ocupación.

Junto a este relativo deber de fidelidad telúrica, Castilla contaba también la luctuosa o nuncia, de origen gallego, por la que el colono de dominio ajeno debía satisfacer al señor una prestación como presupuesto para poder transmitir a sus descendientes el disfrute del predio; la mañería, por la que el cultivador sin descendencia u hombre mañero, debía pagar una redención en metálico para poder transmitir por vía hereditaria su derecho de disfrute del predio que, de otro modo, volvía a la libre disposición del señor;  las ossas o huesas, consistente en aquella prestación económica que las mujeres de condición servil tenían que entregar a su señor cuando querían casarse y que adquiría naturaleza sancionadora en el supuesto de casamiento sin permiso del dueño; las banalidades, neologismo procedente del francés banalités, y a su vez tomado del bannus o bannum latín, también conocido como poder de ban o poder de mando detentado como título privado por un señor feudal en un territorio delimitado. El señorío banal, devenido así en un derecho de tipo fiscal, formaba parte del patrimonio del señor y podía ser transferido por herencia o venta, junto con su título, las tierras bajo su propiedad directa, y sus bienes inmuebles. En Castilla, estas banalidades eran consecuencia de los monopolios sobre la propiedad y derechos de uso de determinados medios de producción, como fueron los de uso de horno y molino, por los que se pagaba, respectivamente, el furnaticum u hornaje y la maquila, casi siempre en especie, aunque su aplicación era residual al contemplarse numerosas exenciones, como ocurría también con la saca de pan, que impedía detraer grano del señorío, pero que en Castilla se flexibilizaba su aplicación con la redención a cambio de una tasa; la tercería era la obligación de que un siervo se hiciese cargo de administrar diversos bienes señoriales, carga que acarreaba severas responsabilidades, entre ellas la de reponer cualquier pérdida con el patrimonio personal del campesino o, sin ánimo de exhaustividad, el privilegio de corral que permitía al señor servirse de gallinas, pollos, carneros y toda suerte de ganado de los corrales del colono.

Es ocioso subrayar que esta imposición fiscal personalísima sólo fue efectiva mientras la sociedad sobre la que se aplicaba fue casi exclusivamente rural y agraria, en la que los fenómenos económicos mercantiles y la vida urbana eran de muy escasa relevancia, de modo que la imposición indirecta sobre la circulación e intercambio de bienes era un procedimiento marginal y, en contraste, la percepción de renta sobre la producción y la fuerza de trabajo campesinos era nuclear, permitiendo una equiparación entre derechos del rey y derechos de cualesquiera otros señores, ya fueran solariegos o jurisdiccionales, entre señorío regio o realengo y cualquier otro señorío y, en definitiva, favoreciendo la indistinción entre público y privado en aquel tiempo de difusa caracterización de la res publica.

Mientras la situación económica de los señores fue buena, los malos usos vigentes al calor del ius maletractandi se mantuvieron con mayor o menor intensidad, dependiendo del ámbito territorial de aplicación, como acabamos de ver. No obstante, a partir del año 1333 todo cambió a raíz de diferentes factores. Aquel año se produjo una fuerte hambruna debida a una climatología lluviosa que echó a perder gran parte de las cosechas. Si a ello le añadimos la aparición de diversos brotes de Peste Negra que asolaron la corona aragonesa, y la posterior devastadora y empobrecedora guerra que enfrentó a Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón entre 1356 y 1369, necesariamente el escenario económico de los magnates se tornó oscuro, al ver reducidas sus rentas y peligrar su privilegiado nivel de vida. Los señores querían volver a tener los mismos ingresos que antes de la epidemia pestilente y la guerra, cuando lo cierto es que sus tierras contaban con muchos menos brazos para trabajarla. Brazos que, por añadidura, comenzaron a organizarse para exigir mejores condiciones laborales y sociales, culminando sus movilizaciones con la primera y segunda guerra remença (1462 y 1484, respectivamente), verdadera rebelión campesina catalana (La Garrocha, Ripollés, La Selva y Pla de l’Estany) frente a las sevicias de sus señores.

Sentencia arbitral Guadalupe 1486

Estos malos fueros serían abolidos definitivamente en 1486 con la promulgación de la sentencia arbitral de Guadalupe propiciada por el rey Fernando El Católico, que puso fin a las guerras campesinas de las que hemos hablado, liberando a su vez a los campesinos al declarar que:

«(…) los dichos seys malos usos no sean ni se observen ni hayan lugar ni se puedan demandar ni exigir de los dichos pageses ni de sus descendientes ni de los bienes dellos ni de alguno dellos, antes por la present nuestra sentencia aquellos abolimos, stinguimos y anichilamos, e declaramos los dichos pageses y sus descendientes perpetualmente ser liberos y quitios dellos y de cada uno dellos. Pero porque a alguna moderacion se podrian reduzir y assi podrian subsistir, segund dicho es, por ende, en satisfaccion e compensacion de aquella pronunciamos e declaramos los dichos pageses ser tenidos y obligados dar e pagar por cada un capmas sesenta solidos de moneda barcelonesa o tanto cens quanto montaran los dichos sesenta soeldos barceloneses, a razon de veinte mil por mil, el qual dicho cens se haya de pagar del dia que la present nuestra sentencia se publicara a un anyo y d’aqui adelante cada un anyo en semejante dia, y aquel imposamos sobre los dichos pageses y masos que a los dichos seys malos usos eran y son tenidos y obligados mientre que luydo no sera, el qual cens declaramos se pueda por los dichos pageses luyr y quitar a la dicha razon de veynte mil por mil (…)».

Adviértase, para finalizar, la sensacional paradoja parental y linajuda: Sancho García, mal llamado conde de los Buenos Fueros, tuvo en un descendiente suyo directo de decimoséptimo grado como fue Fernando de Aragón, a un rey que sí se hizo acreedor de ese sobrenombre. 

El Autor

RAÚL C. CANCIO FERNÁNDEZ (Madrid, 1970). Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Doctor por la Universidad Rey Juan Carlos. Miembro por oposición del Cuerpo Superior Jurídico de Letrados de la Administración de Justicia, desde el año 2003 está adscrito al Gabinete Técnico del Tribunal Supremo como Letrado del mismo, destino que compatibiliza con las funciones de analista en el Equipo de Análisis Jurisprudencial del CGPJ, Relator de jurisprudencia en la delegación española de la Asociación de Consejos de Estado y Jurisdicciones Supremas Administrativas de la Unión Europea y Observador Independiente del European Law Institute.

En julio de 2013 fue nombrado Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Miembro del Consejo de Redacción de la Revista Aranzadi Editorial, del panel de expertos de la Cátedra Paz, Seguridad y Defensa de la Universidad de Zaragoza y del portal divulgativo queaprendemoshoy.com, cuenta con una docena de libros editados como autor único, más veinte colectivos, y más de trescientos artículos publicados en revistas especializadas.

En cuanto a su labor docente, imparte anualmente el Practicum de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Carlos III, es Profesor Tutor del Máster de acceso a la Abogacía de la UNED, siendo ponente habitual en cursos y conferencias desarrolladas en el marco del Centro de Estudios Jurídicos de la Administración de Justicia.

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