Durante esta campaña Almanzor se enfrentó a una coalición cristiana en las Peñas de Cervera (Burgos) y estuvo a punto de ser derrotado por las tropas de Sancho García de Castilla, García Gómez de Saldaña y de Pamplona. El enfrentamiento de las Peñas de Cervera, llamado también la Arrancada de Cervera, ocurrió el 29 de julio del año 1000.
Según el Dikr:
La quincuagésimo segunda fue la campaña de Cervera; se aliaron contra él en ella los cristianos de todas las regiones, reuniéndose un número incalculable de ellos. Se encontraron con ellos y resistieron los musulmanes su ataque hasta que murieron mártires cerca de setecientos de ellos, pero, en ese momento, se conjuraron unos a otros y Dios Altísimo concedió la victoria a los musulmanes. Los cristianos fueron derrotados y perseguidos a lo largo de diez millas por los musulmanes con la espada; se apoderaron de su campamento y se apoderaron en él de riquezas y armas sin cuento.
Ibn Jatib, quien a su vez la recogió de Ibn Ḥayyān, que a su vez oyó el relato de su padre, Jalaf ben Ḥusayn ben Ḥayyān, uno de los combatientes en la batalla de Cervera, recoge así la batalla en su Kitab amal al-alam:
«Nunca afrontó al-Manṣūr una lucha más intensa ni en circunstancias más difíciles ni cruentas que en la batalla que libró al lanzar su campaña estival del año 390. El período de sosiego que le precedió había sido largo y, al entibiar el espíritu combativo de los hombres, éstos se habían tornado demasiado pacíficos. (Mientras tanto) los reyes de los cristianos se habían coaligado, reuniendo para la guerra las fuerzas que tenían en todas partes. al-Manṣūr los enfrentó en la acción conocida por la batalla de Yarbayra (Cervera).
Los hechos sucedieron así: Cuando al-Manṣūr irrumpió en Castilla por la zona de Madinat Salim (Medinaceli) se encontró con Sancho, que estaba al frente de una tropa muy numerosa y de incalculable magnitud. Ahí se hallaban los reyes galaicos, acompañados de sus generales, habiendo acudido desde el extremo de Pamplona al de Astorga. Con todos ellos había avanzado Sancho, emplazándolos finalmente en el peñón de Yarbayra, el cual se halla en la comarca central de su país y fue el lugar por él elegido para campamento. Este emplazamiento constituía el desideratum, tanto por inaccesible como por inexpugnable y, además, por tener detrás de sí vastos territorios provinciales con cercanas fuentes de abastecimiento.
Los cristianos habían encomendado a Sancho la organización de todo lo pertinente para el combate y se habían comprometido entre sí, de la manera más solemne, a no retroceder, declarando ilícito huir.
Ibn Abī ‘Amīr se quedó alarmado y sin saber qué decisión adoptar cuando divisó la enorme cantidad de guerreros con que contaban los adversarios, la inexpugnabilidad de su emplazamiento, el control visual que podían ejercer sobre los movimientos de quienes se dirigieran a atacarlos y el ímpetu con que podían descolgarse sobre los que a tal fin se les aproximaran, a lo que se agregaba el espacioso campo que su caballería tenía por delante para evolucionar. Todo ello fue comparado por Ibn Abī ‘Amīr con la desventajosa posición en que él se hallaba. Entonces recurrió al consejo de sus visires militares los cuales sostuvieron opiniones discordantes.
Pero Sancho engañó a los musulmanes por la inesperada precipitación con que se lanzó al ataque antes de planificar su descenso y de poner a punto las medidas estratégicas. La batalla se trabó por todos los frentes, encendiéndose así una contienda general.
Los enemigos de Allāh concentraron su caballería y atacaron simultáneamente las alas derecha e izquierda musulmanas, descargando sobre ellas todo el peso de sus escuadrones, con la consecuencia de que se desarticularon las líneas de los defensores islamitas y los cristianos se afianzaron, atacando con más brío. La lucha se prolongó bastante, tornándose cada vez más insostenible la posición crítica en que estaban los musulmanes, pues al ver, los que estaban atrás en la línea de los defensores, el aprieto en que los mismos se hallaban, se desorientaron y desanimaron. La mayoría aflojó y, a su vez, los más de éstos se dieron a la fuga. Los ataques menudeaban por todos los flancos, hasta el punto de que casi hicieron morder el ignominioso polvo de la derrota a los musulmanes.
La desbandada habría proseguido de no haber mediado la protección de Dios, la ponderable perseverancia de al-Manṣūr y la magnífica firmeza con que él mismo obró no obstante lo grande de su alarma y su íntimo desconcierto ante el desarrollo de los acontecimientos. Tal estado se reflejaban en la actitud imperatoria de sus manos, en sus gemidos de moribundo y en la vehemencia con que repetía la jaculatoria coránica del retorno a Dios.
La suerte cambió, pues, porque Dios ayudó a los musulmanes con su auxilio y con hombres que supieron resistir, prolongando fogosamente la lucha hasta repeler a sus contenedores, de modo que, ante su reacción, recuperaron su aplomo los combatientes que se hallaban detrás de ellos. Así, el grueso de las tropas musulmanas, después de haber estado batiéndose en retirada, contraatacó y, finalmente, Dios le otorgó la victoria.
Fue ʿAbd al-Malik, el hijo de al-Manṣūr, el combatiente más destacado de aquella hueste de defensores de la fe; y ello, por opinión unánime y sin ningún espíritu de adulación, es decir, por justicia y no por favoritismo, estando con él una cantidad de campeones de los más brillantes que existían entre los musulmanes de al-Ándalus y de África, predominando en número los caballeros bereberes. De éstos el más reputado en ese día fue Kayaddayr al-Dammari al-Abra (El Leproso), quien era un príncipe de la tribu norteafricana de los Banu Dammar y, a la vez, uno de los jefes principales de los bereberes. Este hombre mostró una extraordinaria intrepidez, habiendo matado, en un furibundo arranque, a uno de los condes de Banu Gumis, cortándole la cabeza y trayéndola consigo.
La desbandada de los cristianos no se interrumpió ya. Por su parte ʿAbd al-Raḥmān b. al-Manṣūr tampoco se quedó corto en su resistencia y bravo ímpetu. En fin, fue una batalla tremenda y difícil de describir.
Ḥayyān ibn Halaf ibn Ḥusayn ha contado lo siguiente, que le fue relatado por su padre, el secretario de al-Manṣūr: Cuando en esa jornada la situación comenzó a agravarse apareció al-Manṣūr, montado a caballo y acompañado de su escolta, en un montículo que se hallaba cerca del campo de batalla. Se puso ahí a contemplar el combate, estando atento a hacer prestar ayuda con los guerreros de su séquito a la gente en aprietos que estaba en las proximidades del lugar.
Así continuaron las cosas hasta que descalabró el ala derecha y se quebró, haciéndose muy grande el desconcierto. Tan malas se pusieron las circunstancias para los musulmanes que los hombres comenzaron a separarse sin atinar a adoptar una actitud común. Cada uno procedía a su arbitrio, buscando la oportunidad de huir, hasta el punto de que uno de los secretarios de al-Manṣūr llamado ʿAbd al-Malik ibn Idrīs al-Yaziri, púsose a decirle a Saʿīd Ibn Yūsuf , conocido por Ibn al-Qalina:«Ven a despedirte, oh mártir, pues con seguridad hoy has de morir». Y una vez finalizada la jornada resultó que el presagio se había cumplido.
Esto ha sido relatado por Jalaf ibn Ḥusayn:
Miró al-Manṣūr al grupo de hombres que estaban con él y me dijo: «Enumérame quiénes son los integrantes de mi séquito que han quedado». Contéstele: «Os los voy a nombrar», y fui mencionándolos uno por uno hasta llegar a unas veinte personas. Entonces elevó las manos al cielo exclamando: «¡Oh, Dios! Ellos me dejaron: ¡Asístelos! Ellos me privaron de su compañía: ¡Acompáñalos tú»; y atrajo a su hijo ʿAbd al-Malik, que estaba a su vera observando la batalla porque su padre no le había permitido ir a combatir. Estrécholo contra si y lo despidió besándolo, mientras irrumpía en fuerte llanto. Mándolo a incorporarse al ala derecha, dándolo ya por perdido. Asimismo, envió detrás de ʿAbd al-Malik, en otra dirección al hermano de éste, ʿAbd al-Raḥmān.
Cuando la angustiante lid se intensificó, al-Manṣūr se pasó de su cabalgadura a la litera y al instalarse en la misma casi no podía controlar sus movimientos por lo afligido y trémulo que estaba. Si se subió a la litera sólo fue para tranquilizar a los que lo acompañaban acerca de su confianza en sí mismo. al-Manṣūr llevaba consigo un grupo de buenos caballos de silla lujosamente enjaezados y respecto de ellos me dijo: «Cuida que no se alejen de tu mano, pues es más propio que sean para ti que para el enemigo».
Y ahí quedó con sus hombres, implorando el socorro de Dios y conjurándolos en su nombre, mientras la batalla se ponía más bravía y la situación se volvía cada vez más ardua para los musulmanes. Hasta que al intensificarse el calamitoso desarrollo de los acontecimientos, se le ocurrió a al-Manṣūr una idea que fue la causa más eficiente de la victoria.
Ella consistió en esto: al-Manṣūr dispuso que se levantara el campamento de su ejército, sacándolo de la hondonada en que estaba -y de la que él mismo había tenido que apresurarse a salir por causa del enemigo- para instalarlo en el promontorio en que él se hallaba. Ordenó, pues, a gritos a los que le rodeaban que efectuaran el transporte de los efectos, con amenazas para los que se atrasaran en la operación. Además, llamó a los sirvientes que cuidaban de su tienda de campaña y les mandó que la condujeran a dicho promontorio con toda celeridad amenazándoles también a ellos con graves castigos por cualquier demora. Los sirvientes llevaron el pabellón de inmediato, cargándolo sobre sus espaldas, de modo que enseguida quedó debidamente instalado.
Cuando los enemigos vieron a al-Manṣūr se desmoralizaron, suponiendo que los musulmanes tenían detrás tropas de refuerzo, y desde ese momento comenzaron a replegarse. La huida no se interrumpió ya, siendo perseguidos por los musulmanes, que mataron cuantos quisieron, resultando, a la postre, que los cristianos, en su mayoría, se vieron atados con las mismas cuerdas que habían preparado para ligar a los cautivos islamitas. Además, se les secuestró cuanto había en su campamento, como armas, ganado y vasijas.
La caballería musulmana persiguió todavía a lo largo de varias parasangas a los cristianos que lograron huir, en cuya carrera muchos caballeros de éstos fueron alcanzados. Dios acordó así a los musulmanes un triunfo sobre los cristianos que fue mayor de cuanto se había sabido hasta entonces, habiendo perecido en esa acción como mártires, según resultancias de los padrones de familia y otros registros, más de setecientos hombres.
Esto sucedió en día lunes a seis faltantes para terminar el mes de saban del año 390H (29 de julio del 1000).»
Por último, el poeta Ibn Darray, poeta oficial de Almanzor y sus hijos, dedica a esta batalla uno de los poemas de su Diwan, el número 105.
También las fuentes cristianas citan esta campaña:
- Anales Toledanos I: “Fue la arrancada de Cervera sobre el conde D. Sancho García e García Gómez”.
- Anales Complutenses: “In Era MXXXVIII (Año 1000). Fuit Arrancada de Cervera super conde Sancium Garsia & Garsia Gomez”.
- Anales Castellanos Segundos: “In era MXXXVIII (Año 1000) fuit arrancada de Ceruera super conde Sancium Garcia et Garcia Gomeç”.
Bibliografía
- Gaspariño García, Sebastián: Los amiríes. El Califato de Hisham II, Historia de al-Ándalus según las crónicas medievales, XIV, Tomo II, 2019, Ed. Fajardo el Bravo.
- Castellanos Gómez, Juan: Geoestrategia en la España musulmana. Las campañas militares de Almanzor, 2002, Ministerio de Defensa.