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¿Por qué el Infante Alfonso de la Cerda no se convirtió en el Rey Ricardo II Plantagenet castellano?

por Javier Iglesia Aparicio
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Colaboración de Raúl César Cancio Fernández

La pretensión de fijar hitos incólumes en monarquías tan arraigadas como la inglesa o la castellana resulta harto complicado pues en estirpes de tal densidad, cada generación de soberanos se configura como una vicisitud sensible o determinante. A pesar de ello, es pacífico converger en que Alfonso X de Borgoña (1252-1284) y Eduardo III de Plantagenet (1327-1377), de manera sustancialmente análoga, se convirtieron, cada uno de ellos, en punto de inflexión de sus respectivos linajes, con consecuencias que se extendieron durante siglos, y que generaron guerras civiles, regicidios y hasta cambios de dinastías. Y, otra vez, la hermenéutica legal estuvo detrás de estos disruptivos acontecimientos.

Como premisa ineludible debe indicarse que en el espacio castellano, el orden sucesorio de la corona se articulaba sobre el principio visigodo de primogenitura por línea masculina y, en defecto del primogénito, el mayor de los restantes hijos supervivientes. Verbigratia, Garci Fernández, cuarto hijo de Fernán González fue el que le sucedió en el condado castellano tras la prematura y sucesiva muerte de sus hermanos Gonzalo, Sancho y Munio, del mismo modo que fue Muniadona la legataria de la corona condal tras el asesinato en León de su hermano García Sánchez. Siendo ya reino Castilla, Alfonso VI sucedió en 1072 a su hermano Sancho II tras el magnicidio en la muralla de Zamora y Berenguela a su hermano Enrique I cuando se descalabró fatalmente en el Palacio episcopal de Palencia.

En Inglaterra, el régimen era análogo cuando el finado carecía de descendencia, véase a Enrique Beauclerc tomar la corona de su hermano Guillermo II Rufo en 1100 tras su extraña muerte en una jornada de caza en el New Forest o a Juan sin Tierra sucediendo a su hermano Ricardo Corazón de León. La singularidad es que, a diferencia de la corona castellana, los sajones y después los normandos incorporaron una previsión propia del derecho privado romano (ius representationis) al ámbito del derecho público, lo que permitía a los hijos del heredero prematuramente difunto reclamar, por representación, los derechos sucesorios del abuelo, exactamente lo que ocurrió con Ricardo II al premorir su padre Eduardo de Woodstock al rey Eduardo III.

Un instituto que fue precisamente introducido en el ordenamiento sucesorio castellano por el Rey Sabio en el célebre pasaje de la Partida II, título XV, ley II que dice: «por ende establesgieron que sy fijo varón y non oviese, la fija mayor heredase el rregno, e aun mandaron que sy el fijo mayor moriese ante que heredase, sy dexase fijo o fija que oviese de muger legítima, que aquel o aquella lo oviese, e non otro ninguno; pero sy todos estos fallesciesen deve heredar el rregno el mas propinco pariente que y oviere seyendo omne para ello e non aviendo fecho cosa por que lo deviese perder»

Alfonso de Castilla, de su matrimonio el 29 de enero de 1249 en la Colegiata de Valladolid con Violante de Aragón, la hija de Jaime I el Conquistador, nacieron once hijos: Berenguela (Sevilla, 1253-1300), primogénita y, por tanto, proclamada heredera del reino en 1254 hasta el nacimiento de su primer hermano varón; Beatriz (Burgos, 1254-después de 1280); Fernando, el de la Cerda (1255-1275), heredero al trono castellano; Leonor (1256-1275); Sancho (Valladolid, 12 de mayo de 1258-1295); Constanza (febrero/octubre de 1259-23 de julio de 1280); Pedro (Sevilla, entre el 15 de mayo y el 27 de julio de 1260-20 de octubre de 1283); Juan (entre el 22 de marzo y el 20 de abril de 1262-25 de junio de 1319); Isabel de Castilla y Aragón (c. 1263-1264); Violante de Castilla (1265-1287/1308) y Jaime de Castilla (1266-1284), señor de los Cameros. ​

Eduardo III, por su parte, de su matrimonio con Felipa de Henao nacieron trece hijos, ocho varones y cinco mujeres: Eduardo, el Príncipe Negro (1330-1376), hijo mayor y heredero; Isabel de Inglaterra (1332 – c.  1382 ); Guillermo de Hatfield (1337-1337); Juana de Inglaterra (1333/4-1348), prometida con Pedro de Castilla , murió de peste negra en el camino a Castilla antes de que pudiera celebrarse el matrimonio; Lionel de Amberes, primer duque de Clarence (1338-1368); Felipa, quinta condesa de Ulster; Juan de Gante, duque de Lancaster (1340-1399); Edmundo de Langley, primer duque de York (1341-1402); Blanche (1342-1342); María de Waltham (1344-1361); Margarita, condesa de Pembroke (1346-1361); Guillermo de Windsor (1348-1348) y Tomás de Woodstock, duque de Gloucester (1355-1397).

Adviértase de esta glosa parental como los primogénitos llamados a suceder a los respectivos soberanos no llegaron nunca a coronarse. Fernando de Castilla, el de la Cerda, encontró la muerte en el mes de julio de 1275 mientras descansaba en Villa Real (actual Ciudad Real) a la espera de la llegada de nuevos contingentes de su ejército. Por su parte, el legendario Príncipe Negro tampoco alcanzó el trono inglés al que estaba predestinado. Ninguno de los incontables combates en los que intervino por media Europa pudo con él, pero la pérdida en 1371 de su hijo mayor, Eduardo de Angulema, fue un golpe que afectó severamente a su salud, agravándose un cuadro de disentería que acabó con su vida el 8 de junio de 1376 en el Palacio de Westminster.

En ambos episodios, los herederos fallecidos dejaron descendencia. Fernando, de su matrimonio con la infanta Blanca de Francia, hija del rey Luis IX, nacieron dos hijos: Alfonso (1270-1333) y Fernando de la Cerda (1275-1322). Eduardo de Woodstock se casó con su prima, Juana, condesa de Kent (1328-1385) y nieta del rey Eduardo I. De su unión nacieron Eduardo de Angulema, que como se ha indicado más arriba murió inmediatamente antes del regreso de su padre a Inglaterra en enero de 1371, y Ricardo, nacido en el palacio arzobispal de Burdeos el 6 de enero de 1367.

Pues bien, mientras en Castilla la muerte del heredero a la corona supuso que el trono lo ocupara su hermano Sancho, en Inglaterra, fue el hijo del heredero muerto el que finalmente fue proclamado rey. En principio, nada sorprendente. Como ya vimos, en Castilla, la ausencia de primogénito desviaba automáticamente el orden sucesorio al mayor de los restantes hijos supervivientes, mientras que en Inglaterra, ese efecto se enervaba en caso de que el fallecido hubiere dejado descendencia por mor del principio de representación. Entonces ¿dónde radica el problema sucesorio en Castilla?

Pues en la compleja discusión acerca de si eran o no aplicables las Partidas al hecho de la muerte del heredero Fernando. Si no estaban vigentes en 1275, Sancho sería, consecuentemente, el legítimo heredero según el derecho antiguo de Castilla. Ahora bien, si las Partidas hubieren sido de aplicación por ser norma vigente en ese momento, se habría alterado dramáticamente la recta línea de sucesión real.

Los que defienden la legítima subida al trono de Sancho, sostienen que las Partidas no fueron promulgadas en vida de su promotor, alcanzando vigencia legal en tiempos de su bisnieto Alfonso XI quien, en la ley 1ª del Título XXVIII del Ordenamiento de Alcalá de 1348 reconoció las Partidas «como derecho oficial del reino castellanoleonés».

Naturalmente, los defensores del buen derecho de los Infantes de la Cerda también argumentaron jurídicamente, al socaire de ser las Partidas una mera revisión ampliada del Espéculo, código que había sido promulgado en Palencia en 1255 y cuya revisión se reservó el rey para el caso de que fuese necesario, no precisando de su promulgación por separado y, por tanto, gozando de fuerza de ley durante el reinado de Alfonso X. Por añadidura, los defensores de esta tesis llaman la atención sobre la existencia de algunos manuscritos de la II Partida en los que se alteró el sentido de la disposición, quedando el texto redactado como sigue: «si el fijo mayor muriese ante que heredase, si dexase fijo legitimo varón, que lo ouiese, pero si fincare otro fijo varón del rey que aquel lo herede et non el nieto». Una interpolación que carece de sentido si la norma no hubiere estado vigente, a lo que ha de añadirse la oportunísima modificación también de la edad legal fijada para poder reinar, que pasó de veinte a diecisiete años, precisamente la misma que tenía entonces el infante don Sancho.

Lo que en principio se limitó a ser un debate jurídico, se convirtió en un enfrentamiento político entre los partidarios de una u otra exégesis. Al lado de los Infantes de la Cerda, el poderoso don Juan Núñez de Lara, señor de Albarracín; frente a ellos, la mayoría de la nobleza, liderada por don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, demandantes de que se aplicase el derecho tradicional castellano. De la misma opinión era el infante don Manuel, hermano menor de Alfonso X y tío de Sancho, quien, a instancias del monarca, expresó su opinión al respecto con esta expresiva máxima que recoge la Crónica de Alfonso X: «El árbol de los reyes non se pierde por postura nin se deshereda por y al que viene por natura. Et sy el mayor que viene del árbol fallesce, deve fincar la rama de so él en somo».

Las Cortes de Segovia de 1278 resolvieron finalmente que el infante Sancho era el hijo mayor heredero -«catando el derecho antiguo y la ley de razón, según el fuero de España»-. lo que provocó, de un lado, la huida a Aragón de la reina madre Violante, acompañada de su nuera y de sus nietos los infantes de la Cerda, y de otro, la creciente tensión entre Felipe III, rey de Francia y hermano de la madre de los Infantes, y Alfonso X, quienes en 1280 se reunieron en Bayona para dar una salida aceptable del pleito sucesorio, ofreciendo el castellano al mayor de sus nietos, Alfonso de la Cerda, el reino de Jaén en concepto de feudo. El Capeto rechazó la oferta por insuficiente y manifestó que, cuando menos, se diese a su sobrino el reino de Castilla o el de León. La propuesta fue rechazada de plano, con lo que las negociaciones se dieron por rotas. En octubre de 1281, durante la celebración de una reunión de Cortes en Sevilla, tuvo lugar un tenso enfrentamiento entre el rey Alfonso y su hijo Sancho, que se negaba en firme a aceptar cualquier solución al problema que atentase contra la integridad territorial del reino. El infante —que contaba ya con el apoyo de las ciudades y de buena parte de la nobleza y del clero— abandonó la ciudad con el pretexto de negociar una tregua con los granadinos, cuando en realidad, se disponía a ponerse al frente de una sublevación contra el rey, reuniendo en Valladolid una asamblea de magnates que, tras breve deliberación, acordó retirar a Alfonso X todos sus poderes y prerrogativas, manteniéndole únicamente el título de rey. El Sabio, a la vista de la sublevación y felonía de su segundogénito, le maldijo y derogó su nombramiento como heredero, retomando su primera intención de aplicar lo dispuesto en las Partidas. Es decir, declarar herederos del señorío mayor de su reino a sus nietos y, para el supuesto de que éstos fallecieren sin descendencia, la corona de Castilla recaería sobre el rey de Francia, como tío materno de los de la Cerda. No obstante, la muerte de Alfonso X el 4 de abril de 1284 puso fin momentáneamente a la crisis sucesoria. El infante don Juan, hermano pequeño de Sancho y todos los ricohomes castellanos que se habían mantenido fieles al rey difunto, reconocieron ahora como rey a don Sancho, cuya muerte prematura en 1295, dejando como heredero a su hijo Fernando, menor de edad, destapó de nuevo la cuestión sucesoria de la mano de Jaime II, el rey de Aragón y anfitrión de los Infantes, quien en la primavera de 1296 invadió Castilla, proclamando en León rey al infante don Juan, al tiempo que Alfonso de la Cerda era igualmente proclamado rey de Castilla en Sahagún.

La resolución de la larga crisis sucesoria tuvo lugar en la aldea aragonesa de Torrellas, donde asistieron los apoderados de Aragón y Castilla, además de Don Dionisio de Portugal, que había sido designado previamente como árbitro del conflicto. La prioridad de Jaime II era la fijación de una nueva frontera entre los reinos de Valencia y Murcia, adelantándola hasta la línea del río Segura e incorporando a sus reinos, entre otras, las tierras de Alicante, Elda, Novelda, Elche y Orihuela. El objetivo de Fernando IV era conseguir, al precio que fuese, la renuncia del de la Cerda a sus derechos al trono castellano. El acuerdo tuvo, naturalmente, dos sacrificados: Alfonso de la Cerda, que debió contentarse con un importante, aunque disperso, señorío en Castilla, y el reino de Murcia, al que se le había cercenado el sector más rico y poblado. A partir de 1304, Alfonso de la Cerda dejó de emplear las armas y sello de Castilla y se integró en los cuadros de la alta nobleza castellana, renunciando definitivamente en 1331 a sus sedicentes derechos sucesorios en favor de su sobrino Alfonso XI, cerrándose así un pleito que había durado más de cincuenta años, pero abriéndose otro aún mayor, con la inminente llegada de los Trastámara con su rey bastardo y hasta de Juan de Gante, otro de los ambiciosos hijos de Eduardo III de Inglaterra, reclamando la corona de Castilla como yerno de Pedro I, el rey asesinado en Montiel por su hermanastro Enrique.

Efectivamente, Alfonso de la Cerda nunca pudo ser el Ricardo II castellano, quien sí se ciñó la corona de su abuelo tras la muerte de su padre y heredero directo. Ahora bien, la aplicación rigurosa del ius representationis en el teatro inglés no les privó de una guerra civil no menos cruenta, la de las dos Rosas, en la que los codiciosos hermanos del heredero fallecido no se conformaron con esa sucesión por representación y, primero un Lancaster, Enrique de Bolingbroke, hijo del citado Juan de Gante, se hizo con la corona de su primo Ricardo; después un York, Eduardo de Ruan, hizo lo propio con el trono ocupado por Enrique VI para que, finalmente, otro Enrique mestizo de los Lancaster y los York con acento galés fuera el que cerrara la crisis de las Rosas, acabando con más de tres siglos de reyes Plantagenet. Los Tudor llegaban al trono de San Jorge.

Las Partidas, en fin, cedieron o las hicieron ceder ante el derecho consuetudinario castellano que primaba la sucesión dentro de los propios hijos del monarca reinante. Habría que esperar hasta la Constitución de 1812 y la Pragmática Sanción de 1830 para verificar la reviviscencia de la ley II del título XV de la II Partida alfonsina que hoy, por cierto, se mantiene vigente en el artículo 57 de la Constitución de 1978: «La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación»

El Autor

RAÚL C. CANCIO FERNÁNDEZ (Madrid, 1970). Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Doctor por la Universidad Rey Juan Carlos. Miembro por oposición del Cuerpo Superior Jurídico de Letrados de la Administración de Justicia, desde el año 2003 está adscrito al Gabinete Técnico del Tribunal Supremo como Letrado del mismo, destino que compatibiliza con las funciones de analista en el Equipo de Análisis Jurisprudencial del CGPJ, Relator de jurisprudencia en la delegación española de la Asociación de Consejos de Estado y Jurisdicciones Supremas Administrativas de la Unión Europea y Observador Independiente del European Law Institute.

En julio de 2013 fue nombrado Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Miembro del Consejo de Redacción de la Revista Aranzadi Editorial, del panel de expertos de la Cátedra Paz, Seguridad y Defensa de la Universidad de Zaragoza y del portal divulgativo queaprendemoshoy.com, cuenta con una docena de libros editados como autor único, más veinte colectivos, y más de trescientos artículos publicados en revistas especializadas.

En cuanto a su labor docente, imparte anualmente el Practicum de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Carlos III, es Profesor Tutor del Máster de acceso a la Abogacía de la UNED, siendo ponente habitual en cursos y conferencias desarrolladas en el marco del Centro de Estudios Jurídicos de la Administración de Justicia.

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